Una cosa te falta

Escrito por el 14/10/2014

Los evangelios están llenos de las enseñanzas que Jesús nos dejó cuando vino a la tierra. Entre ellas, se halla la historia del encuentro de nuestro Salvador con un joven rico, que llama particularmente mi atención cada vez que me topo con ella. (Marcos 10:17-31).

Los evangelios nos relatan que cuando Jesús salía de cierto lugar, vino corriendo un joven hacia él, e hincando la rodilla le hizo la siguiente pregunta: “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?”

Y creo que de su pregunta podemos sacar 3 conclusiones.

Primero, este joven tenía conocimiento de la existencia de una vida eterna. El tenía certeza de que había algo que trasciende la vida en la tierra.

Segundo, él entendía que dicha vida eterna podía ser alcanzada y quería asegurarse de saber cuáles eran los requisitos para hacerlo.

Y tercero, el asumía que Jesús conocía la respuesta a su pregunta.

Y es tan asombrosa la sabiduría de nuestro Salvador, y tan evidente su conocimiento del corazón humano, que unas pocas líneas no bastan para explicar lo genial de su respuesta.

Pero me limitaré a pincelar todo lo contenido en las palabras que Jesús le otorga en los versículos siguientes. La respuesta de Jesús fue simple:  “Los mandamientos sabes: No adulteres. No mates. No hurtes. No digas falso testimonio. No defraudes. Honra a tu padre y a tu madre.”

Y el relato sigue (versículo 20): “Él entonces, respondiendo, le dijo: Maestro, todo esto lo he guardado desde mi juventud.”

Podríamos adivinar que el joven de nuestro relato respondió con un suspiro de satisfacción. El confiaba en haber guardado todos los mandamientos requeridos para obtener la vida eterna. Pero, ¿era esto verdaderamente así?

No lo era en lo  absoluto. Fue nuestro Salvador el único ser humano capaz de cumplir la ley a cabalidad, a la perfección. Como dice la Biblia (Romanos 3:10-12): “No hay justo,  ni aún uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno.”

Pero este joven confiaba en sí mismo, en su capacidad (ante sus ojos muy loable) de obedecer los mandamientos de Dios.

Y  nuestro omnisciente Salvador conocía su corazón. Y tuvo compasión de él. Y nuestro relato sigue (versículos 21 y 22): “Entonces Jesús, mirándole, le amó, y le dijo: Una cosa te falta, anda, vende todo lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven, sígueme, tomando tu cruz.

Pero él, afligido por esta palabra, se fue triste, porque tenía muchas posesiones.”

Que abrumadora es la compasión de Jesús. Le amó porque observó un corazón lleno de orgullo, lleno de confianza propia, y a la vez tan equivocado.

Le evidenció con una declaración sencilla, demasiado fácil de entender. Jesús conocía qué era lo que ocupaba verdaderamente el primer lugar en el corazón de este joven, qué era lo realmente valioso para él.  El joven de nuestro relato no amaba a Dios por encima de todas las cosas, que es un buen resumen de la ley. Sus posesiones, que eran muchas, eran más importantes. Y se marchó triste.

Y ahora me dirijo a ti, estimado lector. ¿Qué es aquella cosa que te falta? ¿Qué es aquello por lo que te marchas triste cuando Jesús te dice: “sígueme”?  ¿Vale eso verdaderamente más que la vida eterna? ¿Qué es lo que no estás dispuesto a dejar tú por seguir a Jesús?

Porque llegará un día en el que no habrá nada más importante que tu respuesta a esa pregunta. Y ese día tus posesiones y tu comodidad no valdrán nada cuando se te pregunte qué era lo que no pudiste dejar por el Salvador que vino a dar su vida en rescate por muchos.

No esperes más para renunciar a todo aquello que te impide tomar tu cruz y seguir al que dejó todo por venir a morir en una cruz para salvarte. Porque nadie tendrá excusas ante tal sacrificio y tan gran amor.

Me despido con las letras de este himno, no sin antes desearle a mi lector la bendición de nuestro buen Dios.

“Mi vida di por ti,

Mi sangre derramé,

La muerte yo sufrí,

Por gracia te salvé,

Por ti la muerte yo sufrí,

¿Qué has dado tú por mí?

Por ti la muerte yo sufrí,

¿Qué has dado tú por mí?

 

Mi celestial mansión,

Mi trono de esplendor,

Dejé por rescatar

Al mundo pecador;

Sí, todo yo dejé por ti,

¿Qué dejas tú por mí?

Sí, todo yo dejé por ti,

¿Qué dejas tú por mí?”


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